Dado que mi hermano lleva muchísimo tiempo yendo al
gimnasio, y que mi único abdominal sigue ahí, decidí probar eso de ir a un
gimnasio.
Como te dejan probarlo un día, pues lo probé. Preparé mi
maleta por la mañana, me comí dos tigretones a la una y, a las dos, me fui con
mi hermano al gimnasio.
Por supuesto, después de muchos años usando como único
músculo el ratón del ordenador, comencé despacito y con poco peso. Pero te vas
animando y subiendo de peso, y te animas, y el c… de tu hermano te dice que
pruebes, después de la paliza de pesas, una clase de no sé qué, donde no paras
de hacer ejercicios…
Y hasta ahí llegué. Se juntó el no haber comido, el calor
que allí hacía y el penoso estado de forma que tenía, que allí estaba yo, en el
vestuario, blanco como la pared, sudando como nunca, sin fuerzas ni para
quitarme los zapatos, y soportando las risas de mi hermano. Tardé cinco minutos
en recuperarme y poder ducharme!
Lo peor no es eso. Lo peor es que estuve cuatro o cinco días
que me dolían partes de mi cuerpo que no sabía ni que existían.
Una vez recuperado, al final decidí apuntarme.
Llevo ya cuatro días y sigo vivo. Aunque lo que peor llevo es
eso de no comer al mediodía los platazos que me metía entre pecho y espalda.
Pero bueno, recupero en la cena (jeje).
Ya me estoy reponiendo de descubrir que hasta el más tonto
del gimnasio levanta más peso que yo, y que estoy bastante ridículo cuando me
miro en el espejo. Ese espejo que hay en todo gimnasio, gigante, que ocupa toda
la pared y en el que todos se miran disfrutando de verse reflejados convertidos
en bultos por todo el cuerpo. Todos menos yo, claro!
De momento, lo único que he conseguido es agujetas, aunque
aún tengo la esperanza de que dentro de un tiempo pueda llenar la ropa y
convertir este único abdominal en varios más pequeñitos.
Os seguiré informando.