Siempre pasaba por el parque a la vuelta del trabajo de
camino a casa. Siempre era la misma rutina. Además me ayudaba a desconectar. La
verdad es que pasear por debajo de los árboles, respirar aire puro, el olor de
la hierba, el sonido de los pájaros revoloteando buscando un lugar donde
dormir, me ayudaba a llegar a casa más relajado.
Al principio te fijas en todo,
en los niños jugando y riendo, las parejas paseando de la mano, gente como yo
que salía de su trabajo, aun inmersos en él… Pero con el paso del tiempo ya no
te fijas tanto en estos detalles. Pero un día empecé a observar a un hombre
mayor que siempre estaba sentado en el mismo banco.
Era un hombre robusto, bien
vestido, afeitado a diario, de pelo canoso y muchas arrugas en el rostro. No me
hubiera llamado la atención de no ser porque día tras día era la misma foto. Se
sentaba allí y no hacía nada. No hablaba con nadie, tenía la mirada pedida
supongo que en sus propios recuerdos. Sólo estaba allí, como si fuera una
estatua que un día pusieron en ese parque sin motivo ninguno. Cada vez mis
regresos a casa por esa zona se hacían más lentos, hasta incluso llegué a
sentarme en un banco cercano a observarlo.
Un día no aguanté más y me senté a
su lado. Por educación le dije buenas tardes, a lo que no hubo respuesta
alguna, ni siquiera un pequeño gesto. Lo
único que me convencía de que ese hombre estaba vivo es que de vez en cuando
soltaba un suspiro, pero no uno cualquiera, sino un suspiro desde el fondo de
su alma. Ya no aguanté más y decidí hablar con él:
- Buenas tardes señor. Disculpe mi atrevimiento,
pero llevo días observándole y siempre le veo aquí sentado, sin hacer nada, con
la mirada perdida, y me mata la curiosidad.
Para mi sorpresa, y sin perder esa mirada en el vacío, me
contestó:
- Buenas tardes. No era mi intención llamar la
atención de nadie. Simplemente vengo a este parque, a este banco, porque es
donde conocí a mi mujer y donde veníamos a menudo. Una enfermedad se la ha
llevado hace poco, y vuelvo aquí cada día a esperar que venga a sentarse a mi
lado, a cogerme de la mano como siempre hacíamos. Han sido muchos años juntos,
dándonos amor y cariño cada día, y ahora que ya no está se ha ido con ella una
parte tan grande de mí que lo único que me queda es este banco en este parque y
los recuerdos de una vida llena de felicidad a su lado.
- Lo siento mucho. Veo que la debió querer mucho.
- Éramos todo el uno para el otro. Ella lo era
todo para mí. Desde el primer día que nos conocimos no nos hemos separado ni un
momento. A Cupido se le debieron caer todas sus flechas sobre nosotros aquel
día. No creo que nadie en el mundo pueda llegar a amar como lo hicimos
nosotros, ni con tanta intensidad.
Y se volvió a perder en sus recuerdos. Ya no quise
molestarle más y me fui. Reconozco que me emocionó tanto su historia que no
pude evitar dejar caer alguna lágrima y esa noche no pude dejar de pensar en
ese pobre hombre, en su gran amor y en su gran tristeza.
Al día siguiente salí apresurado de la oficina y con paso
ligero llegué al parque con ganas de volver a verlo y conocer más sobre su gran
historia, pero en ese banco no había nadie. Le pregunté al guarda si por
casualidad sabía algo de aquel hombre canoso y de mirada perdida, y me comentó
que le había dado un infarto esa mañana y que no estaba bien de la cabeza, pues
mientras el médico de la ambulancia le trataba y antes de morir, lo único y lo último
que se le escuchó decir fue “sabía que vendrías a por mí” y que era la primera
vez que le había visto sonreír.
Estoy seguro de que ahora vuelve a estar feliz de la mano de
su gran amor.