Era joven y me enamoré locamente de él. Al principio era
atento y cariñoso y se desvivía por mí. Me acompañaba a todos los sitios y
chateábamos hasta altas horas de la madrugada.
No me di cuenta de que poco a poco iba cambiando y se volvió
posesivo. Le perdoné la primera vez que me gritó, y la segunda, y la tercera.
Luego se volvió costumbre. Sus insultos me hicieron mucho daño al principio,
pero poco a poco me fui dando cuenta de que la culpable era yo y que sólo lo
hacía por mi bien. Para cuando me cruzó la cara por primera vez, mi autoestima
ya había desaparecido.
Poco después me hice experta en maquillarme, pero
únicamente para disimular los moratones que me dejaban las palizas con las que
me demostraba su amor. Me acostumbré al miedo, a hablar bajito, a salir rara
vez a la calle sola, a la soledad, a dar de lado a familia y amigos y a mentir.
Me acostumbré a llorar cuando él no estaba y a poner buena cara cuando estaba delante.
A rezar para que llegara lo suficientemente borracho del bar después del trabajo
para que se quedara dormido enseguida. Me acostumbré a abrirme de piernas
durante los pocos minutos en los que le apetecía hacerme “el amor”, o más bien
forzarme a hacer algo que me repugnaba, donde las lágrimas se mezclaban con las
arcadas, hasta que terminaba y se daba media vuelta para que sus ronquidos me
desvelasen y así poder pensar toda la noche en la miserable vida que tenía.
Pero un día no pude más. Me levanté al escuchar cerrarse la
puerta al irse al trabajo. Me vestí deprisa, hice la maleta y me fui a casa de
mis padres, llorando y muerta de miedo. Me convencieron para denunciarlo y,
llena de dudas, me dirigí a la comisaría esta misma tarde para hacer constar el
terror que estaba viviendo.
Pero no he llegado.
Soy Nara y trabajo en ambulancias.
Estas son las últimas palabras que me dijo una joven ayer
por la tarde mientras intentaba detener las muchas hemorragias que tenía camino
del hospital al que llegó sin vida.
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